Torni Segarra

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Cuantos problemas no existirían si desde la más temprana edad, cuando todavía somos inmaculados, nos iniciaran en la verdad. ¿Qué es la verdad? ¿Qué es eso a lo que tanto tememos y tanto eludimos? ¿Hay una verdad única o varias verdades? ¿Es la verdad producto de un plan preestablecido y elaborado de antemano? Desde la más tierna infancia, nos enseñan y educan para que aceptemos todo lo establecido, para que no cuestionemos, para que sigamos con esta lucha y la torpe manera de vivir. Toda la estructura de la sociedad, ya sea la oriental como la occidental, se basa en la autoridad., en la obediencia a unos planes emanados por sus dirigentes; los cuales son la cúspide de la pirámide que ellos mismos han construido.
¿Puede un plan, por bien elaborado que parezca, no provocar ninguna clase de confusión? ¿O es qué cualquier teoría e idea, cualquier plan por beneficioso que parezca, tiene que llevar implícitamente la semilla de la confusión y el caos? Cualquier argumento, cualquier cosa que sea producto del pensamiento, estará dentro del ámbito de la esencia de éste y por tanto generará división y desorden. El pensamiento al ser una parte del todo no puede abarcarle y por tanto la respuesta que dé a cualquier reto, ha de ser inadecuada. Con una mente finita, no podemos encararnos con lo infinito, no podemos llegar a lo inabarcable y a lo total. Esto es lo primero que nos deberían de enseñar en las escuela, en la familia: encarar la vida y todos sus problemas, sus retos, desde el vacío que pueda ser el discernimiento.
Nuestra educación consiste en la acumulación de datos, de opiniones, de teorías e ideas; y con todo este lastre tan pesado, no podemos avanzar ni llegar a lo nuevo. No estamos abogando ni sugiriendo que seamos una pared en blanco, lo que decimos es que todo lo que se nos ha enseñando, todo lo que se nos ha indicado, no debe de ser un obstáculo que se anteponga entre nosotros y el reto. Cualquiera que sea el problema, si lo abordamos con prejuicios, con ideas preconcebidas, con opiniones heredadas y transmitidas por nuestros antepasados, el resultado será el engrandecimiento del problema. La libertad es no tener ninguna idea ni teoría que pueda alterar la visión de la verdad. Sin ser libres con respecto a todo lo que tenemos -los amigos, los objetos, los parientes, las opiniones personales-, qué podemos hacer que sea verdaderamente interesante.
Ser libre puede que tenga un coste que nos parezca elevado; pero si queremos serlo lo hemos de pagar. Y si no somos libres, qué sentido tiene la existencia que nos aplasta y nos va agotando poco a poco. ¿Qué sentido tiene vivir si somos incapaces de ser felices, gozando de la belleza que tienen los árboles, los rostros de las personas? Si no somos libres, la amargura roerá toda nuestra existencia y será la insensibilidad nuestra forma de vivir. Ser libre es poder mirar en todas direcciones, tener todo el tiempo para ello. Ser libre, es hacer que el milagro de la atemporarlidad, en el que el ayer el hoy y el mañana no tienen ningún significado, sea posible. Poco nos gusta ser libres; y una prueba de ello, es la manera como vivimos: somos el resultado de las influencias, de la propaganda, somos el resultado de lo que nos han dicho, somos hombres de segunda mano.
Soportamos tantas situaciones desagradables, tantos momentos de desdicha, soportamos todo el monstruoso ruido a que nos hemos acostumbrado. Los hijos, la esposa y los problemas del hogar forman una barahúnda insoportable. Y, ¿por qué no lo dejamos todo y salimos de una vez de esta agonía? No lo hacemos porque tenemos miedo al qué dirán de nosotros, porque nos creemos importantes e insustituibles. Y seguiremos volviéndonos más y más amargados, aumentando la confusión que hay en el mundo. La sociedad, para que se deshaga la confusión en la que está inmersa, necesita de personas lúcidas con unas mentes sanas y ágiles, que no sean emotivas ni sentimentales ni románticas, Sólo así nuestra existencia tendrá sentido y valdrá la pena el ser vivida.
No nos preocupemos por los resultados, pues la conducta recta traerá rectos resultados. La pasión es necesaria para poder ser sensible a todo lo que nos hace feos, a todo el monstruoso dolor que provocamos con nuestro egoísmo. Somos avariciosos, somos altamente crueles y destructivos para conseguir los interminables caprichos. Queremos casas, queremos largos y costosos viajes, queremos toda clase de instalaciones para la distracción y el espectáculo, queremos el chalet, el último modelo de coche; destruimos comida, los muebles, la ropa, el agua; somos como una vorágine que todo lo engulle. Y con esta manera de enfocar nuestras vidas, ¿cómo puede haber paz? ¿Qué sentido tiene invocar un mundo de paz, fundar instituciones para hablar interminablemente sobre ella, si somos como fieras que vamos vestidas, lavadas y aseadas?
Esta manera de encarar nuestras vidas tan mezquina, tan avariciosa y tan egoísta, que empobrece y condena a la miseria más degradante a tantas personas, no puede sino hacer venir otra espantosa guerra, mucho más devastadora y cruel -como siempre sucede, por las nuevas armas inventadas cada vez más mortíferas y destructivas- que las que la precedieron. No nos engañemos si queremos a nuestros hijos, si queremos que nuestros vecinos, si queremos que nuestras vidas, no se destruyan en la guerra, hemos de cambiar toda la estructura de nuestra psique. El llamado mundo occidental, con su manera de vivir, tan espantosamente voraz e insensible, está manejando, para conseguir satisfacer todos su apetitos neuróticos, a todo el resto del mundo, al llamado oriente empobrecido y no tan desarrollado. Para que haya paz, ha de haber amor. Y el amor es respeto, es atención, es desprendimiento de lo que uno tiene de sobra, para que el que no tiene nada deje de sufrir el tormento, que le hace sentir su desgraciada carencia, que es la espantosa pobreza.
No nos espantemos por dar lo que nos sobra, cuanto más demos más felices viviremos. Y cuando no tengamos nada para dar, será cuando habremos encendido la llama de la paz. Entonces seremos como la flor que florece, sin motivo, sin esfuerzo, sin deseo. Cuando sentimos la belleza en todas partes, no exigimos explicaciones, ni buscamos algo determinado profundamente, ni anhelamos situaciones diferentes, todo llega y todo se va. Es así como llega la alegría de la paz. Es así, sabiendo que uno no tiene nada que ver con el sufrimiento del hambriento, ni del niño herido por las bombas destructivas, como llega también la paz.